lunes, 3 de marzo de 2008

Pequeño aparte introductorio sobre la naturaleza del título

Se me reprochará, ni una duda albergo sobre ello, lo desafortunado del título de mi ensayo. Pero siendo sincero, la cosa me preocupa más bien poco o acaso nada, porque de títulos infames se halla el mundo lleno. Piensen por un momento que la mayor parte de las obras que reverenciamos han sido tituladas con soberbias ridiculeces. Esas obras que adoramos a distancia, porque cuando algo se adora no se lee (una excelente costumbre que nos inculcó la Santa Madre a fuerza de evitar por todos los medios que nos aproximáramos a la Biblia), llevan impresas en sus cubiertas algunas leyendas de pura y dura risa. Si me abstengo de mencionar las tituladas con un nombre propio, y también dejo de lado las que han sido bautizadas con el nombre de algún lugar, podría encontrar varios ejemplos magníficos que ilustraran mi afirmación. Dejo a la dudosa erudición del improbable lector esta entretenida tarea para afrontar la segunda crítica posible respecto al título.
Se me dirá que lo importante de él no es su forma, y mucho menos su rima si la tuviera, sino su significado. Pero, respondo yo, ¿Acaso el llanto surge siempre por una sola causa? ¿No llora la gente de felicidad? ¿No se derraman lágrimas ante espectáculos sublimes o frente a obras de arte conmovedoras? ¿No se llora también por alivio? Y añado, ¿Se titula este ensayo, por ventura, El noble arte de hacer sufrir a las mujeres? No, es la clamorosa respuesta. No, respondo rotundo. Las presentes páginas persiguen un objetivo claro, el de iniciar a los neófitos en un arte desconocido por muchos pero de tremenda utilidad y belleza sin igual. De hecho, habrán de reconocer mis taimados críticos, que la elaboración de un arte y técnica para contemplar el llanto de otro ser debe indicar un profundo respeto por él. Es sabido por todos que las lágrimas de alguien a quien no concedemos importancia nos resultan irrelevantes. Y desde luego que aquí se trata de respeto por las mencionadas autoras del llanto, las mujeres. Porque respeto se le tenía a la Esfinge de Tebas o a la Inquisición Española, y el mismo respeto se le dispensaba por toda la Europa barbárica a las legiones de Roma cuando los salvajillos de pelo rubio las veían aproximarse inexorables en la lejanía.
Por si fuera poco, me hallo convencido de que las mujeres del mundo acudirán en masa para felicitarme si este tratado surte su efecto y, al fin, se comprenden correctamente las causas y objetivos del llanto femenino. Puesto eso al descubierto de una vez, habrán quedado libres del martirio del fingimiento y podrán prescindir de sus lacrimógenas costumbres para obrar abiertamente sus fastos y prodigios, es decir, para repartir la peor clase de maldad (aquella que nace al amparo de la inconsciencia) por las cuatro esquinas de nuestro bendito mundo, además de para exigir, de una vez y para siempre, que se las adule sin condiciones ni demora. Y todo ello lo retribuirán, generosamente, excavando un abismo desde nuestra garganta al interior infinito de nuestras entrañas con la sola ayuda de sus manos desnudas y su lengua. Cosa que, por otra parte, no deja de resultar prodigiosa en extremo.
Dicho esto, añadiré tan sólo que mi objetivo último y más elevado es el estético, pues siempre, donde y cuando suceda, sean cuales fueren los motivos, es hermoso contemplar el llanto de un torturador.

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